“Buenos y malos, malos y buenos: los actores cambian de máscaras, los héroes pasan a ser monstruos y los monstruos héroes, según exigen los que escriben el drama.”



En la lucha del Bien contra el Mal, siempre es el pueblo quien pone los muertos.

Los terroristas han matado a trabajadores de cincuenta países, en Nueva York y en Washington, en nombre del Bien contra el Mal. Y en nombre del Bien contra el Mal, el presidente Bush jura venganza: “Vamos a eliminar el Mal de este mundo”, anuncia.

¿Eliminar el Mal? ¿Qué sería del Bien sin el Mal? No sólo los fanáticos religiosos necesitan enemigos, para justificar su locura. También necesitan enemigos, para justificar su existencia, la industria de armamentos y el gigantesco aparato militar de Estados Unidos. Buenos y malos, malos y buenos: los actores cambian de máscaras, los héroes pasan a ser monstruos y los monstruos héroes, según exigen los que escriben el drama.

Eso no tiene nada de nuevo. El científico alemán Werner von Braun fue malo cuando inventó los cohetes V-2, que Hitler descargó sobre Londres, pero se convirtió en bueno el día en que puso su talento al servicio de Estados Unidos.

Stalin fue bueno durante la Segunda Guerra Mundial y malo después, cuando pasó a dirigir el Imperio del Mal. En los años de la Guerra Fría, escribió John Steinbeck: “Quizá todo el mundo necesita rusos. Apuesto a que también en Rusia necesitan rusos. Quizá ellos los llaman americanos”. Después, los rusos se abuenaron. Ahora, también Putin dice: “El Mal debe ser castigado”.

Saddam Hussein era bueno, y buenas eran las armas químicas que empleó contra los iraníes y los kurdos. Después, se amaló. Ya se llamaba Satán Hussein cuando Estados Unidos, que venía de invadir Panamá, invadió Irak porque Irak había invadido Kuwait. Bush padre tuvo a su cargo esta guerra contra el Mal. Con el espíritu humanitario y compasivo que caracteriza a su familia, mató a más de cien mil iraquíes, civiles en su gran mayoría.

Satán Hussein sigue estando donde estaba, pero este enemigo número uno de la humanidad ha caído a la categoría de enemigo número dos. El flagelo del mundo se llama, ahora, Osama bin Laden. La cia le había enseñado todo lo que sabe en materia de terrorismo: Bin Laden, amado y armado por el gobierno de Estados Unidos, era uno de los principales “guerreros de la libertad” contra el comunismo en Afganistán. Bush padre ocupaba la vicepresidencia cuando el presidente Reagan dijo que estos héroes eran “el equivalente moral de los Padres Fundadores de América”. Hollywood estaba de acuerdo con la Casa Blanca. En esos tiempos se filmó Rambo 3: los afganos musulmanes eran los buenos. Ahora son malos malísimos, en tiempos de Bush hijo, trece años después.

Henry Kissinger fue de los primeros en reaccionar ante la reciente tragedia. “Tan culpables como los terroristas son quienes les brindan apoyo, financiación e inspiración”, sentenció, con palabras que el presidente Bush repitió horas después.

Si eso es así, habría que empezar por bombardear a Kissinger. El resultaría culpable de muchos más crímenes que los cometidos por Bin Laden y por todos los terroristas que en el mundo son. Y en muchos más países: actuando al servicio de varios gobiernos estadounidenses, brindó “apoyo, financiación e inspiración” al terror de Estado en Indonesia, Camboya, Chipre, Sudáfrica, Irán, Bangladesh y en los países sudamericanos que sufrieron la guerra sucia del Plan Cóndor.

El 11 de setiembre de 1973, exactamente 28 años antes de los fuegos de ahora, había ardido el palacio presidencial en Chile. Kissinger había anticipado el epitafio de Salvador Allende y de la democracia chilena, al comentar el resultado de las elecciones: “No tenemos por qué aceptar que un país se haga marxista por la irresponsabilidad de su pueblo”.

El desprecio por la voluntad popular es una de las muchas coincidencias entre el terrorismo de Estado y el terrorismo privado. Por poner un ejemplo, la eta, que mata gente en nombre de la independencia del País Vasco, dice a través de uno de sus voceros: “Los derechos no tienen nada que ver con mayorías y minorías”.

Mucho se parecen entre sí el terrorismo artesanal y el de alto nivel tecnológico, el de los fundamentalistas religiosos y el de los fundamentalistas del mercado, el de los desesperados y el de los poderosos, el de los locos sueltos y el de los profesionales de uniforme. Todos comparten el mismo desprecio por la vida humana: los asesinos de los cinco mil ciudadanos triturados bajo los escombros de las Torres Gemelas, que se desplomaron como castillos de arena seca, y los asesinos de los 200 mil guatemaltecos, en su mayoría indígenas, que han sido exterminados sin que jamás la tele ni los diarios del mundo les prestaran la menor atención. Ellos, los guatemaltecos, no fueron sacrificados por ningún fanático musulmán, sino por los militares terroristas que recibieron “apoyo, financiación e inspiración” de los sucesivos gobiernos de Estados Unidos.

Todos los enamorados de la muerte coinciden también en su obsesión por reducir a términos militares las contradicciones sociales, culturales y nacionales. En nombre del Bien contra el Mal, en nombre de la única Verdad, todos resuelven todo matando primero y preguntando después. Y por ese camino, terminan alimentando al enemigo que combaten. Fueron las atrocidades de Sendero Luminoso las que en gran medida incubaron al presidente Fujimori, que con considerable apoyo popular implantó un régimen de terror y vendió el Perú a precio de banana. Fueron las atrocidades de Estados Unidos en Oriente Medio las que en gran medida incubaron la guerra santa del terrorismo de Alá.

Aunque ahora el líder de la Civilización esté exhortando a una nueva Cruzada, Alá es inocente de los crímenes que se cometen en su nombre. Al fin y al cabo, Dios no ordenó el Holocausto nazi contra los fieles de Jehová y no fue Jehová quien dictó la matanza de Sabra y Chatila ni quien mandó expulsar a los palestinos de su tierra. ¿Acaso Jehová, Alá y Dios a secas no son tres nombres de una misma divinidad?

Una tragedia de equívocos: ya no se sabe quién es quién. El humo de las explosiones forma parte de una mucho más enorme cortina de humo que nos impide ver. De venganza en venganza, los terrorismos nos obligan a caminar a los tumbos. Veo una foto, publicada recientemente: en una pared de Nueva York, alguna mano escribió: “Ojo por ojo deja al mundo ciego”.

La espiral de la violencia engendra violencia y también confusión: dolor, miedo, intolerancia, odio, locura. En Porto Alegre, a comienzos de este año, el argelino Ahmed ben Bella advirtió: “Este sistema, que ya enloqueció a las vacas, está enloqueciendo a la gente”. Y los locos, locos de odio, actúan igual que el poder que los genera.

Un niño de tres años, llamado Luca, comentó en estos días: “El mundo no sabe dónde está su casa”. El estaba mirando un mapa. Podía haber estado mirando un noticiero.


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